Soberbio atardecer. El sol se niega a entregar la batuta a la luna y esta, ansiosa, se apresura a asomarse para contemplar el panorama. Ambos desean imponerse y disfrutar su poder. Se vigilan entre sí y anhelan eternizar ese breve encuentro.
Al igual que los astros, aspiro a que ese momento mágico continúe mientras voy piloteando tras una presa que me facilita saborear el espectáculo.
Cansada, aunque satisfecha de la jornada, me dirijo a mi nido esperando recobrar energía hasta que, de nuevo, el sol me despierte y me recuerde que puedo continuar mi recorrido por la vida.
En la congestión vehicular me percibo como una hormiguita, en su fila, impaciente por entregar la carga y recibir la recompensa del ocio. Tengo dos alternativas: permitir que la angustia me nuble el panorama o aquietar mi zozobra y disfrutar de las circunstancias. La razón y la voz de la experiencia (son yunta) me dicen que la segunda opción es sabia; entonces les hago caso y dejo que la hormiguita se entretenga con los detalles del recorrido.
En ese momento decisivo, frente a mis ojos, se asoma un vehículo con una carreta pequeña que asumió que tenía el poder de cargar al mundo. Chunches de todas las categorías se amontonaban y se sostenían en mutualidad esperando no caer y llegar intactos a la meta.
La heroica carreta soporta; parece estar convencida de que esa es su razón de ser y por tanto la tolera con satisfacción para autoafirmarse. En todo caso, piensa que lo peor que puede ocurrir es que el sobrepeso la deteriore y muera orgullosa de la misión cumplida.
La historia de esta carreta se me antojó noble y altruista, pero cuando la comparé con el ser humano y con mi propia persona experimenté una sensación desconcertante. Visualicé mi mente convertida en carreta y reflejada en mi espalda que, simbólicamente, sostenía el peso de la carga.
Me pregunté: ¿Cuándo aprendimos que podemos funcionar como carretas?
Nos esmeramos por cargar y cargar chunches mentales asumiendo que es parte de nuestro ser. Es como si interpretáramos que valemos (somos) en la medida en que atrapamos y acumulamos preocupaciones propias y ajenas. Rumeamos pensamientos irracionales e insanos por el puro gusto de entorpecer nuestro disfrute, y nos sobrecargamos de roles (hasta el de mesías) convencidos de que es parte de la vida.
Vino a mi mente doña Flor, una mujer abnegada, entregada a su misión de salvadora. Aprendió desde niña que el sentido de su vida consiste en estar ocupada no solo en labores domésticas, sino que, como si fuera poco, debe asegurarse de estar atenta a las necesidades de los demás.
Flor interiorizó desde niña que su razón de ser consiste en sostener el mundo de los demás y su rol como mujer, esposa, madre, vecina y amiga es cargar con las necesidades ajenas.
Asumió halar los “chunches” de sus allegados para darle validez a su existencia y asegurar el boleto de retorno al más allá cuando su vida terrenal acabe. Por eso se esmeró en su infancia y adolescencia por agradar a sus padres, haciendo todo lo que a ellos les parecía que una buena mujer debía hacer: tolerar en silencio las decisiones misóginas de su padre; servir a sus hermanos porque ellos son varones; imitar la sumisión de su madre sin cuestionar; ayudar a la vecina en sus quehaceres (después de cumplir con los suyos) y orar a fin de que Dios le diera paciencia y energía para continuar con su misión hasta que un buen varón la eligiera para cargar ahora sus demandas.
Por el adoctrinamiento sociofamiliar redujo sus sueños al anhelo de ser seleccionada por el príncipe azul que la rescatara de su agotadora rutina y le validara sin esperar tanto a cambio.
Ilusionaba su carreta más liviana, y ser premiada con ternura y atención. Ignoraba que su héroe ideal en vez de remolcar su carreta llegaría a sobrecargarla de deberes, frustración y cansancio.
Cuando llegó el momento tan ansiado, sus ilusiones empezaron a desmoronarse como suspiros de merengue en el océano.
Lejos de experimentar ternura sentía que su semidiós le exprimía su cuerpo para satisfacer un insaciable apetito libidinoso, sin importar las necesidades de ella.
En vez de atención recibió indiferencia y demandas continuas de su multifuncionalidad. Aun así, Flor se refugió en su deber y en su creencia de que ese era el objetivo de su vida.
Evitaba cuestionar el rumbo de su destino; reprimía cualquier asomo de incomodidad para no restarle valor a su sacrificio y favorecer su razón de ser: entregarse sin protestar.
Interpretó, en La Universidad Mundial Transgeneracional de Culto al Macho, que para graduarse como buena mujer debía olvidarse de sí misma; cargar y tolerar como la carreta que la trajo a mi memoria. En esa universidad le prometieron que al final de su vida se graduaría con el reconocimiento especial: La mujer que supo entender su misión.
Año tras año, recibía felicitaciones el Día de las madres y el Día de la mujer. Ella agradecía el reconocimiento, pero una parte de sí no experimentaba satisfacción. Se sentía como el infante que sonríe al ser felicitado por comerse los vegetales que no son de su total agrado. Flor no entendía por qué, si estaba cumpliendo lo encomendado, sentía que se marchitaba día tras día como otras flores que habían sido arrancadas del jardín y arrojadas al matorral.
Se preguntaba por qué en lugar de sentirse plena experimentaba una sensación de vacío emocional y pocas fuerzas para llegar a la meta.
Cuando la conocí tenía 70 años, y una carreta más cargada que el puente Pont Des Arts, en París.
Al igual que el puente, ella estaba flaqueando por el exceso de carga y tenía múltiples candados encomendándole sostener anhelos de otros.
Ella, en sí misma, se sentía como un candado atado para siempre y distante de la llave liberadora.
Me dijo: “¿No sé por qué me siento sin ánimo, si tengo tantas personas que me necesitan?…Siento un vacío en mi pecho como si me faltara algo…¿No entiendo qué me pasa?… No debería estar triste, porque Dios ha sido bueno conmigo. ¡Qué débil soy, verdad!”
Los médicos habían descartado alguna alteración orgánica y recomendaron a su familia la atención psicológica.
En el primer encuentro expresó pena por: “ser una carga para mi familia” y “por estar aquí quejándome de mis males.”
Poco a poco fue abandonando el temor y sentimiento de culpa por expresar sus emociones hasta que aprendió a disfrutar de la catarsis.
Puso en acción su derecho a reflexionar a fin de entender el origen de su angustia.
Aunque aún no encontraba la llave del candado, empezaba a identificar y cuestionar las ideas que, como hilos invisibles, fueron tejiendo la maraña que la estaba ahogando.
“Cómo llené mi cabeza de tanta cosa que me hizo daño”, manifestó en una de las sesiones.
El alivio por descubrir su valor real como persona se imponía, como un rayito de sol en la penumbra, ante la culpa por abandonar la misión que había interiorizado. No obstante, soltar los mitos, estereotipos y arquetipos tan arraigados en su mente le resultaba tan difícil como aflojar un tornillo herrumbrado en un tablón de cenízaro.
¡Que lucha interna libraba!
Se apoyó en su sabiduría natural, en su dignidad y en su coraje. Estos bastiones que conforman nuestro ser, se le habían adormecido desde su niñez, producto del sedante hipnótico que consumió, al que llamamos adoctrinamiento y que en realidad consiste en pensamientos irracionales que nos inculcan y se nos presentan como verdades absolutas.
Ese amaestramiento produce una especie de adormecimiento que nos paraliza como ese hormigueo que experimentamos en alguna parte del cuerpo, principalmente en una de las extremidades, que nos impide sentir la fuerza para utilizarla, hasta que logramos reactivarla y nos aliviamos al confirmar que su poder seguía ahí.
Conforme Flor fue despertando voluntariamente de la ignorancia adquirida pudo ir delineando sus límites, e intentaba disfrutar más de sí misma. Ahora podía sentirse satisfecha y usar su poder, su esencia.
Por supuesto, como en todo camino a la libertad encontró barreras, además de sus propios temores: su esposo protestó ante la negativa de ella a satisfacer sus caprichos y le dijo: “Mujer, usted cada día está más rebelde.” Algunos de sus hijos reclamaban la ausencia de la madre todo terreno, principalmente cuando solicitaban se les complaciera alguno de sus antojos, y Flor respondía: “Ya hoy se cerró la cocina.”
A pesar de los obstáculos continuó descargando la carreta con aires de autonomía y entregando a cada quien sus responsabilidades.
Se sentía más liviana y con más energía, según manifestó.
A cambio de los chunches ajenos y herrumbrados empezó a acomodar en su mente anhelos propios. Aprendió a disfrutar de la caminata matutina con una vecina que tenía años de proponerle la aventura y que ella, por no sentirse merecedora, la rechazaba. Le encantaba reunirse con otras mujeres para hacer arte entre tertulias, reflexiones y risas.
Siguió repartiendo bondad pero ahora con la diferencia de que había una gran porción de solidaridad consigo misma, por tanto su entrega incluía su sello de amor propio. Era difícil que su dignidad se adormeciera de nuevo.
Descubrió que la sensación de vacío en su pecho era la voz de su ser suplicando alimento, una alarma indicándole que estaba irrespetando su esencia y que debía despertar para saborear su existencia.
Había abusado del servicio a los demás ignorando sus propias necesidades, como si hubiese nacido para ser carreta.
Al igual que Flor, acumulamos tanta información distorsionada y dañina que se adueña de nuestra percepción y nos roba nuestra libertad de ser.
Asumimos tantos debos absurdos: “Yo debería ser más delgada; yo debería ser más musculoso; yo ya debería tener una pareja; yo debería estudiar lo que les gusta a mis papá;, yo debería apurarme a hacer más dinero; yo debería ser más popular…”
Cada uno de esos mandatos engañosos se asumen como verdades en nuestra mente y dirigen nuestras emociones y metas. Nos envuelven como la mata de palo que cubre al árbol frondoso y esconde su natural belleza y sus frutos. Limitan el disfrute de nuestros dones y la afloración de nuestra identidad.
Muchos temores conforman la trampa social en la que caemos: miedo a ser señalados como diferentes; terror a no estar a nivel de los demás; pánico de no cumplir con el prototipo de belleza, de éxito y muchos más. Asociamos la felicidad con alcanzar ese perfil prediseñado que responde a estupideces impuestas.
Nuestra sabia voz interior insiste en asomarse para enseñarnos que ese no es el camino correcto a la plenitud, pero la ignoramos porque dudamos de ella y nos parece poderoso montarnos en la carreta de la mayoría.
Analizar, cuestionar, debatir y modificar resulta amenazante para esta ebriedad dominante. Ignoramos que al hacerlo develamos nuestra autenticidad y que esa es la verdadera fuente de poder y felicidad.
Flor reafirmó mi convicción de que, a pesar de los años de ceguera mental, las personas podemos despertar y apropiarnos de las riendas de nuestra vida, pues tenemos una habilidad natural para replantearnos las ideas irracionales anidadas en nuestra mente e incompatibles con nuestra esencia.
Ella representa a millones de personas, no solo mujeres, que se debaten día tras día en una lucha interna entre los conceptos irracionales interiorizados y la voz de su ser que pide a gritos que su dignidad pueda florecer.
Despertar nuestra dignidad y usarla en nuestro camino diario requiere de activar nuestro coraje, para combatir la insensatez que tiende a nublar nuestra conciencia, y así derrocar la ignorancia aprendida que a veces seguimos usando voluntariamente a fin de no cuestionar, por algún temor o por imposición de necesidades egoístas. Accesar a la luz irradiada naturalmente por nuestro ser implica saber escuchar esa sabia voz interior que nos señala nuestra autenticidad oculta detrás de tanta información dañina.
La dignidad es nuestra arma principal, es la energía máxima que nos incita al auto cuidado, a luchar por el respeto a nuestra esencia, a evitar que nos lastimen y a poner en evidencia nuestra autenticidad. Es la columna vertebral de nuestro ser, la fuente de nuestro valor y la grúa que nos ayuda a vaciar nuestra carreta. Es un motor interno que enciende el poder innato que cada persona tiene para amarse a sí misma, valorar y respetar al prójimo.
Cuando nuestra dignidad está adormecida se ponen en riesgo nuestros pensamientos, emociones y acciones y nos convertimos en nuestros propios enemigos. Esa soñolencia nos deja desprotegidos de las personas “zombis” que intentan robar nuestra energía y despojarnos de lo más valioso que tenemos los seres humanos: nuestra identidad.
La identidad es nuestra marca personal (incluye nuestros gustos, creencias, costumbres y metas) elaborada a partir de nuestra naturaleza y del proceso de toma de conciencia de la misma.
No podemos devolvernos en el tiempo y evitar lo vivido por Flor, pero en el presente podemos ayudar a las personas menores de edad a crecer con una dignidad fuerte y a evolucionar hacia la conformación de su identidad, de esta manera podrán experimentar que ser una misma, en su mejor esplendor, es la fuente de la plenitud.
Eso solo se logra:
- Brindándoles amor (es el alimento principal de la dignidad): incluye ternura, escucha y respeto.
- Validando sus necesidades y particularidades.
- Ofreciéndoles ejemplo de cómo nos valoramos a nosotros mismos y de cómo cuanto más fortalecida esté nuestra dignidad, más irradiamos luz que beneficia a quienes nos rodean.
- Impartiéndoles información sana y racional proveniente de fuentes seguras.
- Enseñándoles a desarrollar tolerancia para poder aprender a confiar en sí mismos y convivir en armonía con todos los que caminamos por esta montaña llamada vida, donde la diversidad es protagonista.
- Reafirmándoles que ayudar a los demás nunca debe implicar el abandono de nuestra dignidad. Es diferente amar al prójimo que perdernos en el prójimo y el termómetro para saber si cruzamos esa línea es el nivel de angustia experimentada.
El sol por fin aceptó descansar y la Luna asumió la función llena de luz y alegría. La presa se empezó a diluir y pude llegar a mi nido ilusionada de continuar, como Flor, emanando y disfrutando mi esencia.